Al mirar atrás y rememorar mis tiernos días de juventud en Barcelona, una ciudad acunada por el mar y la montaña, recuerdo la profunda convicción que tenía entonces de que las mujeres estábamos destinadas a resignarnos. Los hombres parecían gobernar el mundo, todos los libros de texto así lo decían, y en casa quedaba claro que mi padre tenía la última palabra. Vi a mi madre contenerse tanto. Vi cómo negaba la verdad de su corazón por el bien de su seguridad, guardando un frío silencio que resonaba fuerte en mi corazón, pero que permitía perpetuar el “status quo” establecido. Ahora, recordando aquellos años cincuenta y sesenta, podría contar un sinfín de historias que formaron la creencia en mí de que, como mujer, sencillamente era menos importante, y que me hicieron ver quién tenía entonces el verdadero poder. Pero a diferencia de mi madre, yo nací en una época de crecimiento masivo del feminismo, de movimientos por la igualdad de derechos y en una familia privilegiada, y me di cuenta de que podía elegir, una opción que mis antepasadas ni siquiera podían haber soñado. Ellas se mantuvieron silenciosas e ignorantes del poder latente de la profundidad de lo femenino dentro de sus cuerpos.

 

Primera Elección: Una Mujer Libre y Empoderada

Como muchas mujeres de mi época, yo disfruté de la oportunidad que representaba el poder elegir entre ser una mujer sencilla que permanecía en su casa, sin realizarse y al servicio del hombre, o ser una mujer libre y empoderada que da forma a su propio futuro sin estar atada al matrimonio, una mujer capaz de seguir adelante siendo una pensadora libre e independiente. Y sí, eso me gustaba, y ésa fue mi elección. A los 17 años me cansé de la vida cómoda, del consumismo, del glamour y del sinsentido que todo parecía tener y emprendí un viaje a la India en busca de la verdad y la libertad.

Lejos estaba entonces de saber que, a pesar de mis ideas revolucionarias y mi entusiasmo por la vida, a punto estaba de entrar en un mundo gobernado por el mismo principio masculino que reinaba en mi propia casa. Y me volqué en la espiritualidad oriental para recibir respuestas acerca del significado de la vida, del amor, de Dios y de todo lo demás, llegando a reconocer la grandeza y la pureza de la conciencia. Pero al mismo tiempo también observé que todos los seres sagrados habían sido hombres y que, según contaban las escrituras sagradas, yo era mujer porque no había tenido suficiente buen karma para nacer como hombre, pero que si seguía fiel a todo lo dictado por esos grandes hombres, quién sabe, quizás podría renacer como hombre en la siguiente vida y tener una mejor oportunidad de vislumbrar la iluminación o, incluso, de llegar a ser un iluminado.

Sin embargo, y a pesar de que el mundo seguía diciendo “¡eres sólo una mujer, tú eres menos!”, fui capaz de encontrar la libertad interior y un sentido interno de igualdad. Pero los años pasaron y volví a Europa. Allí seguí en marcha, caminando y, a veces incluso arrastrándome, escalando más y más montañas, luchando por ser vista como una mujer empoderada, y acabando finalmente cansada y agotada. Después de haber buscado la iluminación, y de haber combinado exitosamente mi maternidad con mi carrera, nada parecía estar funcionando. Seguía siendo una extraña en mi propia tierra y, aún peor, en mi propio cuerpo. Y fue entonces cuando empecé a oír la llamada de lo femenino. Empecé a fijarme más en los valles y menos en las montañas y empecé a sentir mi cuerpo, pero no como un objeto de trascendencia o indulgencia ni tampoco como algo para ser sanado, mejorado y en última instancia curado.

Poco a poco me atreví a prestarle más atención y aprendí que con sólo escuchar lo suficiente, la voz de la sabiduría de las profundidades de mi ser se me daría a conocer. Y es que había llegado a cansarme, a agotarme y a estar totalmente sorda a mis propias necesidades corporales y a las voces que gritaban en mi corazón. Inmersa en mi creencia de libertad e igualdad, seguía funcionando inadvertidamente con el antiguo orden masculino. Como esposa y madre estuve cuidando de todos los demás e ignoré mi cuerpo y mis propias necesidades y, por encima de todo, estuve perpetuando la creencia de que la vida es algo que debe llenarse con el hacer y el obtener, algo que debe mejorarse o arreglarse. De hecho, a lo largo de mis años como psicoterapeuta, he llegado a escuchar incontables historias que reflejan la mía propia, historias de mujeres que han adoptado un modelo masculino de empoderamiento pero que se encuentran exhaustas, no amadas, vacías y confusas.

Y es que en aquel entonces aún no había comprendido que la inercia me gobernaba, reprimiendo lo femenino y confabulándose con la forma de ser dominante de nuestra cultura. Pero a través de las lágrimas entré en contacto con el dolor y la vulnerabilidad de todo aquello que había sido rechazado en mí, y descubrí que esa parte de mí no quería ser negada o mejorada, que tan sólo quería ser comprendida. La perfección no necesita de nadie, pero aquella parte de nosotros que se siente menos perfecta, aquélla que ha sido abandonada e ignorada, sí está anhelando la conexión y la relación.

 

Segunda Elección: Apertura a lo Femenino Profundo

Poco a poco aprendí a abrirme a la intimidad conmigo misma y con los demás, a escuchar mi dolor y el de los demás, a estar presente en mi propia vulnerabilidad y en la de los demás, y así llegué a tomar contacto con una nueva profundidad, con algo nuevo y desconocido, la fuerza que mi corazón había estado añorando todo ese tiempo. Y no necesitaba ser reparado, simplemente era la profundidad oscura de lo femenino que estaba llamándome de vuelta al hogar. Descubrí la ferocidad en mi vientre, una ferocidad mucho más profunda que nuestra pobre idea acerca de lo femenino, basada sólo en la bondad, la dulzura y en ser unas nutridoras. Se trataba de una ferocidad tierna que, como el océano, era capaz de destruir para volver a crear de nuevo. Y vi que a pesar de todo lo dicho sobre la igualdad de los derechos humanos, todas y cada una de las infraestructuras existentes en el planeta seguían apuntando aún al único Dios masculino, que sentenciaba y apenas permitía la vulnerabilidad, que poseía poca habilidad para relacionarse y temía todo lo terrenal y lo humano, todo lo profundo, oscuramente erótico y femenino.

La elección que hice de ser ‘una mujer libre y empoderada’ me había dotado del poder masculino, pero aunque yo me creyera una igual, acabé acogiendo ciegamente los distorsionados valores masculinos. Yo también desconecté de mi cuerpo, viviendo en la mente, guardándolo todo en cajas y sometiendo mis sentimientos a constantes embestidas, procesos y represiones que me mantenían lejos de quién era realmente como mujer. Sí, he sido ‘una hembra eunuca’, como dijo Germaine Greer en los años sesenta. Y había llegado el momento de avanzar sola hacia mi despertar. Nadie más podía hacerlo por mí. Así que hice otra elección. Decidí que iba a defender lo femenino, pero no como un nuevo objetivo a conseguir, sino sencillamente siendo y descansando en la simplicidad de estar desenredada, abierta y dispuesta a la vida. Sentí la voluntad de dejar morir todo aquello que me dijeron que yo era.

Así que me regocijé en mi furia dejando de alimentar aquella rabia latente en mi interior, resultado de tantos años de represión y asfixia que interrumpieron la interconexión con la tierra, con las profundidades del océano y con la auténtica sexualidad femenina que vivía dentro de lo sagrado en mí, y me conecté al mismo tiempo con el simple hecho de ser una mujer humana, empezando a confiar en mis sentimientos, en mi intuición, en el latido de mi corazón, en mi tierno útero, en mi saber y en mi no saber. Me sentí amada, nutrida y sostenida por la tierra. Hubiera sido difícil haberlo sabido antes puesto que a pesar de haber sido criada en una cultura industrial que me concedió igualdad de derechos, la profunda herencia del amor de la mujer, que es terrenal, intuitivo, feroz y tierno, había sido enterrada y olvidada. Era como si un sueño masivo colectivo hubiera descendido sobre las mujeres y sobre los que llevaban consigo el principio femenino. La historia era un rastro de mujeres aplastadas que habían olvidado a su propia Madre y los poderes que les había otorgado.

 

El Gran Masculino – Solo

Y este sueño tan profundo de las mujeres nos ha salido muy caro a todos. El principio del Gran Masculino por sí solo, sin la contrapartida empoderada del Gran Femenino, se vuelve distorsionado y desempoderado en su postura del ‘poder-sobre’: el poder sobre el otro, el poder sobre los procesos naturales y el poder sobre la Tierra. Este predominio masculino del ansia de poder nos ha dejado a todos despojados y en un estado de fragmentación y caos. Lo vemos en nuestros asuntos socio-políticos, en el mundo de la espiritualidad (con su encubierto programa de perfección y trascendencia), en las ciencias y, en último término, en el estado de Gaia y en el dolor que hay en la Tierra. Sí, hemos llegado al límite, tanto en lo social, como en lo económico y lo ecológico, y tememos nuestra propia extinción. La mayoría de nosotros nos sentimos poco preparados para dar un paso hacia adelante y cambiar nuestro estilo de vida, y mucho menos para abrirnos a los sentimientos de aislamiento y dolor colectivo que yacen bajo la superficie de los países del primer mundo. Muchos de nosotros nos sentimos paralizados e impotentes mientras permanecemos sentados en la comodidad de nuestras casas mirando la televisión y viendo pasar por delante de nuestros ojos los desastres del tercer mundo: el hambre, la pobreza, las guerras, la gente muriéndose de sida y las catástrofes naturales.

Sí, no es una visión agradable, y sí, estamos juntos en esto, nos guste o no. La gran mayoría de nosotros vivimos en la falsa ilusión de que la igualdad que recientemente les ha sido concedida a las mujeres, significa que los valores masculinos y femeninos están formando el mundo igualitario de hoy en día. (Y digo ‘recientemente’ porque ha sido sólo en los últimos sesenta años cuando hemos conseguido, con grandes esfuerzos y solamente en algunos países, todos o casi todos los derechos legales de los que hasta hace poco sólo disfrutaban los hombres). Pero la igualdad de derechos tan sólo es el inicio del empoderamiento femenino. La realidad de hoy aún sobrevalora la perspectiva masculina, todas nuestras estructuras sociales se basan en un enfoque penetrativo del ‘hacer algo’ y todavía se da prioridad a las habilidades pragmáticas y tecnológicas antes que a nuestra salud emocional expresada por nuestro cuerpo.

Es cierto que lo femenino ha ido en aumento en el ámbito de la ciencia y que podemos ver cómo se habla y se aplican los valores femeninos en viejas infraestructuras. Oímos una voz de cambio, un profundo anhelo de comunidad y de valores ecológicos, y es mucho lo que se está haciendo entre aquéllos de nosotros que aún nos sentimos lo suficientemente vivos como para prestar atención. Somos muchas las personas dispuestas a poner nuestra energía al servicio de la belleza de nuestro planeta, de los demás y de nuestros hijos. Pero si pretendemos avivar lo femenino profundo, si queremos descender al corazón y al seno de lo femenino, necesitaremos encontrar nuestro propio profundo interés por ello dentro de nuestros corazones y nuestros cuerpos, lo cual requiere de práctica y dedicación, y de la voluntad de ver más allá de todo condicionamiento que haya sido impuesto a la mujer.

 

El Gran Femenino y Masculino – Juntos

Las mujeres (y aquellos hombres que tienen una afinidad con el principio cósmico femenino) necesitan de forma radical reconocer su conexión con lo femenino profundo. Juntas, y a la vez individualmente, necesitamos hacer una segunda elección, aún más profunda que la igualdad de derechos y que consiste en alinearse, sin pedir disculpas, con la presencia femenina que está presente en cada situación. Necesitamos cultivar un empoderamiento femenino profundo que arraigue en una hermandad creada conjuntamente. Necesitamos renovar la confianza como mujeres entre nosotras mismas puesto que es un paso imprescindible para posicionarnos de igual a igual como compañeras de los hombres y quizás, por primera vez en la historia tal y como la conocemos, para cocrear un nuevo futuro que vaya más allá de la crisis planetaria en la que estamos todos sumergidos. Necesitamos hermandades en las que podamos llegar a confiar y valorarnos las unas a las otras, en las que podamos escucharnos mutuamente el corazón cuando éste nos llame de vuelta a casa, al hogar de lo femenino profundo.

Entonces, y sin ningún tipo de arrepentimiento por estar en casa con nosotras mismas, podremos estar al lado de los hombres y apoyarlos en su conexión con lo femenino, permitiendo que la creatividad de estas dos fuerzas –que desde hace tiempo está ya acercándose- permanezca una al lado de la otra. Hemos pasado por una considerable curva de aprendizaje que nos ha supuesto un gran dolor, tanto a nivel terrenal como en nuestro corazón, pero este encuentro tiene el poder de resolver la milenaria separación que ha existido entre nuestros cuerpos y nuestras mentes, y de poner fin al antagonismo existente entre el hombre y la mujer. Tenemos la oportunidad de estar juntos y servirnos mutuamente, de permitir que el poder y el amor existan conjuntamente, en comunión, en todos nuestros corazones. Tenemos la posibilidad de crear comunidades en las que el hacer y el ser puedan vivir como iguales, donde podamos escucharnos como un único e inseparable ser diferente y donde nuestra vulnerabilidad pueda existir junto a nuestra potencia y nuestro potencial.

Unidos, podemos dar más relevancia a todo el conjunto y dejar atrás la supervivencia de nuestras asustadizas y condicionadas imágenes de género. Juntos podemos convertirnos en una fuerza de amor que sirva a la magnificencia de la vida y a la belleza de nuestra humanidad. Podemos convertirnos en cocreadores de un enorme don que puede ser transmitido a las futuras generaciones, donde los hombres y las mujeres puedan vivir en profunda igualdad, profunda diferencia, con dignidad y con amor. Tengo la sensación de que ya no podemos esperar más. Ha llegado el momento de que las mujeres dormidas despierten y reclamen su esencia, la fuerza del universo que ha permanecido en la sombra por tanto tiempo, y así el gran femenino pueda sentarse junto al gran masculino.